Discutir el mérito y la belleza de las formulas musicales norteamericanas -rock, jazz, salsa, blues...- es absurdo, del mismo modo que no ha tenido nunca sentido oponerse a su influencia durante las décadas de hegemonía de Estados Unidos. La cobardía y el inmovilismo de la industria han impedido que desde el grunge de los 90 surjan en el mundo anglosajón movimientos musicales inéditos, mientras los artistas más conocidos de aquel mercado carecen -salvo excepciones- de una absoluta falta de credibilidad.
La anécdota de la verdadera -y fea- voz de Britney Spears sonando por los altavoces cuando durante un concierto dejaron de oírse sus pistas pregrabadas puede ser o no cierta, pero la alegría con que ha circulado el rumor es sintomático del escaso aprecio hacia este tipo de artistas.