Crónicas del Mal Tiempo I
Escribí este texto para un libro de mi amiga Silvia Grijalba, no sé si hace 2 ó 3 años. Como me sigue pareciendo que está muy bien, lo cuelgo aquí para que se lea.
En 1979 yo tenía una chaqueta de cuero negra, unas botas de tacón alto de gamuza amarilla y mi expediente académico en la Autónoma de Madrid, recién aceptado el traslado. También tenía unos pantalones de raya diplomática, azul marino y blanco, que me habían costado 25 ridículas pesetas, pero que venían con unas horribles campanas que yo había estrechado hábilmente con la máquina de coser. Es decir, tenía el equipo completo.
También tenía una máquina de escribir y algunos contactos con la prensa roquera donde había publicado varios artículos sobre música disco, soul y R&B que fueron muy comentados y que me granjearon la enemistad de la Vieja Ola y la simpatía de la Nueva. Todos los domingos iba al Rastro tempranísimo a comprar discos antiguos y por la tarde a algún festival a ver grupos nuevos que eran malísimos, pero... ¡Tan simpáticos!
La Nueva Ola era la versión española de lo que estaba pasando en Londres, París, Nueva York y todas las grandes ciudades del mundo: la vuelta del rock and roll y el pop, el renacer del punk, la locura en la pista de baile y la música electrónica. En España coincidió con el tiempo cuando los niños del baby boom éramos ya jóvenes adultos y teníamos nuestra propia cultura, diferente de la de los mayores porque éramos la primera generación criada en frente de la televisión, con música pop y rock como banda sonora. Las modas y corrientes tenían ya derecho a surgir en nuestras calles independientemente de lo que mandasen Londres, París y Nueva York y, para bien o para mal, la Nueva Ola era madrileña hasta la médula. Los trasnochados progres carpetovetónicos acuciados por los vientos de cambio y las nuevas actitudes de los que éramos más jóvenes y estábamos más liberados, iniciaron su proceso de reciclarse en modernos y postmodernos. Cuando consiguieron concluirlo, había nacido La Movida.
El problema con los progres de 1979 era que, lo que en principio había sido una buena idea y una aportación necesaria (el existencialismo, la libertad sexual, el jazz, la nova cançó, el antifranquismo, los jerseys de cuello alto...) ahora se había convertido en un rígido código de comportamiento tan inamovible como el del más rancio colegio de curas a cuya sombra ellos se habían criado casi todos. En los años 70 estaba prohibido ser adolescente, bailar, ligar, ponerse guapos... En menos de diez años se había convertido en un movimiento contra natura. La Nueva Ola fue el revulsivo. Los medios de comunicación cacarearon gozosos. Lástima que, en todavía menos de diez años, La Movida se convirtió en un estereotipo todavía más rígido, hostil e intransigente.
La Movida había constituido el principio de la Cultura de la Juerga que hoy día padecemos. No es que ponerse guapos, trasnochar y emborracharse fuese algo nuevo, pero era la primera vez que estaba al alcance de todos y no sólo de los señoritos o los desheredados de la sociedad. Hacía falta una música que pusiese la banda sonora a lo que estaba pasando... ¿O quizá fue al revés? ¿Tan atractiva era la Nueva Ola que todo el mundo adoptó a esos grupos? Las mentes se quedaron en el mismo sitio donde estaban antes, pero ahora lo que las asfixiaba eran las hombreras y los cardados de pelucona que todo el mundo se empeñaba en llevar.
Por mis gustos musicales y vestimentarios, me vi pronto integrada en el clan de los ex Kaka de Luxe y sus amigos, el más interesante de los cuales resultó ser Manolo Campoamor, y por mis escritos –que no eran demasiado buenos, pero sí al menos novedosos- tuve el honor de contar con el apoyo y la amistad de personas como Jesús Ordovás, Diego Manrique, Rafael Abitbol y Carlos Tena, es decir, los que entonces más sabían de música en este país. Así pues, desde 1979 hasta 1986, tuve permanentemente una butaca de palco para observar, disfrutar, burlarme y criticar las idas y venidas de la gente de La Movida. Mi temperamento espectador, mi poco gusto por el protagonismo y mi individualismo feroz me permitieron librarme de hacer el ridículo con crestas, hopalandas y militancias ridículas, pero también me apartó del clan de los escogidos. De hecho, detrás del single de Gran Ganga de Almodóvar y McNamara, hay una foto de mucha gente hecha el día de su debut en el camerino de Rock-Ola, y justo a la izquierda de los que están retratados estábamos mi amiga Isabel Bólido y yo que, en cuanto vimos a alguien con una cámara, nos hicimos a un lado rápidamente para no pasar a la posteridad como rockolettes enloquecidas y sicofantes de los famosos. A ver ahora quién se lo va a creer si se lo cuento.
La Movida fue lo que fue porqué los medios de comunicación encontraron una verdadera ganga con gente ocurrente y estrafalaria que siempre les daba juego y daba bien en las fotos. Eran siempre los mismos, Alaska, Almodóvar, Almodóvar y Alaska. Luego había toda esa maraña de grupos que llamábamos babosos que han resultado, al final, los favoritos del público, los que han tenido carreras más largas y, paradójicamente, los que han sufrido más con las drogas y el vicio, pero entonces nadie les hacía caso. Pero alguien (Jesús Ordovás: ese es el culpable) empujó la bola de nieve que se puso a rodar y rodar hasta que se convirtió en el abominable monstruo que es hoy día. De hecho, la realidad no podía ser más triste: La vez que asistió más público a Rock-Ola serían mil y pico personas, Alaska y Los Pegamoides sólo tienen un disco, Almodóvar, en su cuarta película ya dejó de lado las historias de la Movida, La Luna de Madrid y Madrid Me Mata pagaban por las colaboraciones tan poco como la más roñosa de las revistas de rock, Carlos Tena y Paloma Chamorro vieron truncadas sus carreras por culpa de una solapada censura, los irritantes odiaban a los babosos, los posmodernos nunca iban a la Sala Imperio y la última vez que fui a Rock-Ola, en primavera del 84, los Virgins Prunes no pudieron actuar porque llovía y se había caído una viga y, además, Loquillo tropezó y me tiró encima la copa que me traía para explicarme lo que bebe James Bond.
Todo empezó en 1980, a principios de año, cuando una reportera de El País Dominical, se paseo por los locales de ensayo de Tablada 25 y publicó un reportaje sobre los nuevos grupos, con una foto estupenda de Los Pegamoides y Los Bólidos –que entonces se llamaban Los Rebeldes- en portada. El reportaje era bastante flojo y no reproducía el ambiente ni las ideas de la época, pero ya demostró lo que pasaba e iba a seguir pasando: de un nadir se iba a construir un castillo y todo el mundo tenía tantas ganas de que pasaran cosas que nadie decía que ninguno de aquellos grupos sabía tocar, que sus conciertos no eran nada divertidos y que todos parecían sufrir en el escenario.
Unos que tuvieron un debut sonado fueron Radio Futura. Como después nunca me han gustado, me resulta difícil recordar porque su presentación en el Ateneo de Madrid me pareció tan deslumbrante. Recuerdo luces bajas, los ritmos mecánicos y las canciones sobre Julio Verne. Los que les conocen por su segunda encarnación roquera, no darán crédito cuando les cuente que los punk les gritaban: “Tocad un poco de música gay”. Para mi gusto, nunca volvieron a ser lo mismo cuando Javier Furia y Herminio Molero dejaron el grupo. Ese mismo día, conocí a Carlos Berlanga que se me acercó cuando hablaba con Fernando Márquez, el Zurdo, y me preguntó: “¿Tu quién eres?”. De Carlos me hice muy amiga y una tarde estando en mi casa le pidió a mi hermano que le enseñara a tocar “Good Times” de Chic. Un par de días después me llamó y me dijo “¿Te acuerdas de los acordes que me enseñó Ramón? Pues he compuesto una canción, se llama “Bailando y le hemos metido un rap y todo”. El único problema es que Carlos lo confundió todo y “Bailando” se parece a “Cuba” de los Gibson Brothers y no a la canción de Chic. Volviendo al tema de los Radio Fíjate si me gustaron que, al salir, me llevé el póster que anunciaba la actuación: una manualidad a base de cartulinas de colores recortadas. Todavía lo tengo guardado... ¿Quién da más? Se admiten ofertas.
Los miembros de El Aviador Dro se dieron a conocer paseando por vestidos con sus monos de plástico negro y sus gafas de soldador, antes incluso de presentarse en directo. No me acuerdo quiénes íbamos, pero les estuvimos siguiendo por varias calles diciendo: “¡Mira, tú, unos Devos! ¿De dónde habrán salido? ¿Serán de verdad o es casualidad?” La importancia de la pose en el nuevo orden musical español quedó marcada para siempre jamás. En los 80, cualquier petarda de mala muerte montaba un grupo, grababa discos y salía por la televisión. Un buen cantante, un buen guitarrista, alguien más artista, lo tenía mucho más difícil, sino imposible. La ética de la chapuza y del “Si tienes la cara lo bastante dura, aquí tienes sitio” empezó entonces. Si los cables de la memoria no se me cruzan, creo recordar que, un par de años después, los Dro llegaron a repartir caramelitos y chucherías en el concierto de la Escuela de Caminos. Los Dro se convirtieron en el primer emporio discográfico independiente. Tras muchas vicisitudes les absorbió una gran corporación, pero cuando vas a la oficina de Dro East West o como quiera que se llame ahora, puedes cruzarte con uno o varios ex miembros del grupo que siguen trabajando allí. Desgraciadamente, los cerebros emigraron hace mucho tiempo ya.
Personalmente, fijo el comienzo de La Movida en Semana Santa del 80, cuando tocaron los Beat americanos en Madrid sin anuncio previo. Mi amiga Merche de Los Bólidos y yo nos dedicamos a dar vueltas hasta que pudimos enterarnos de dónde era. Fue la primera vez que entré en El Sol, que lo acababan de abrir y estaba todo limpio, con la moqueta impecable y el espejo mural donde ahora están los recortes de la fiesta del 25 aniversario. No sé quién nos dijo que fuéramos a la Plaza de Castilla a otro sitio nuevo donde tuvimos el placer de ver asimismo al grupo de Poch, mal llamado el Costello de los Pegamoides, que eran los Ejecutivos Agresivos, que no me gustaron mucho y no daba crédito de todos aquellos saltitos y todo aquel desenfreno cuando sonaban y tocaban tan requetemal... ¡Y eso que yo entonces aún me esforzaba porque me gustase todo! Recuerdo muy poco de los Beat, excepto que a Olvido no le gustaron y que José Manuel Costa me presentó a Paul Collins, pero el ambiente y el comportamiento del público esa noche, ya era otra cosa, más adulto, menos estudiantil, menos hippioso y más hortera. En aquella época, todo el mundo iba a todo, petardas, punks, mods, babosos y cualquier otra casta que se pudiera terciar. La actuación de Los Beat salió comentada en todas partes y fue el principio de lo que después sería el célebre petardeo de la Movida. No sé porque tengo un mal recuerdo, creo que es porque, aunque tuvo lugar mientras aún era de día, fue la primera vez que un evento musical tuvo lugar en un local nocturno. La equiparación de la música con la juerga fue lo que definitivamente me apartó de La Movida cuando llegaron los 80.
A la vuelta del verano del 80, una servidora sufre la gran decepción: lo que hasta entonces tenía una personalidad propia aunque fuese chapucera y algo remilgada, se había convertido en un patético remedo de la moda inglesa, mal aprendida y peor imitada, pero lo más grave es que, como todas las supersticiones, su origen estaba en la ignorancia y en el mito y, muy pronto, lo que en su origen era sólo una excusa para petardear y pasarlo bien se convertía en un credo religioso inamovible con su dogma, sus tabúes y sus castigos. Tengamos en cuenta que entonces aún no se aprendían los idiomas para hablarlos y eran muy pocos los que eran capaces de entender el inglés, además, la cultura española, recién salida del oscurantismo franquista, todavía era cerril y nada cosmopolita así que las noticias de Londres llegaban rodeadas del aura de lo mágico, lo incomprensible y lo impenetrable. La fe en lo sobrenatural, además, ayuda mucho a vivir la vida y creer en los ídolos del rock, vestir los hábitos de sus sectas y condenar a los que no comparte, tu devoción resulta tan cómodo, divertido y reconfortante como ponerle una vela a Santa Rita de Cassia, patrona de los imposibles, o quemar herejes en la glorieta de Ruiz Jiménez.
En no sé que concierto de la Sala Carolina, había un grupo de gente esperando entrar, todos vestidos de Two Tone con corbatitas op-art y chapitas de Police, los Pegamoides se fueron a Londres a ver a los Ramones y adoptaron escrupulosamente la moda siniestra, empezaron a configurarse las Tribus Urbanas, jaleadas con entusiasmo por la prensa, y un punk amigo nuestro le echó en cara a Nacho Canut que siguiese con los frívolos y juguetones Pegamoides, él, que era bajista de un grupo tan irreprochable como Parálisis Permanente (en el concierto de Radio Futura en el Parque de Berlín, otoño del 80 ¡Qué bien viene tener buena memoria!). Cada cual se buscó su nicho y se dedicó a nutrir su odio hacia los de los demás. Yo no entraba en el de nadie y cada vez le tomaba más tirria a todo el mundo. Nada que ver con los primeros tiempos, cuando Fernando Márquez, que a pesar de ser líder de un grupo punk, alababa a Mia Martini y Dario Baldan Bembo. A partir de entonces todo fueron lugares comunes, repetición de estereotipos e imitación de comportamientos. Las modas y corrientes volvían a depender de lo que mandaban Londres, París y Nueva York pero, para bien o para mal, La Movida seguía siendo carpetovetónica muy a pesar suyo. Recuerdo que Alaska me dijo una vez, no sé si en privado o en una entrevista, que ella era punk porque el punk significaba “Piensa por ti mismo”... ¡Qué sensatez!... ¡Y qué equivocada estaba! Para la nueva hornada de 1980 punk significaba: “Ponte a imitar al cretino como Sid Vicious a ver si consigues acabar tan mal como él”. Una cosa que pudo haber estado muy bien acabó convertida en una mierdecilla. Curiosamente, cuando más aumentaba el nivel de memez, más fascinación demostraban los medios y a estas alturas, la bola de nieve era imparable.
El New Romantic llegó poco después. Y todo el mundo se recicló. La estupidez se enseñoreó de la escena.
Un artículo de Costa en El País dio a conocer el nuevo culto a la juventud española que se volcó de lleno en la nueva moda. El concierto de Spandau Ballete en verano del 81 fue una verdadera escandalera, todo el mundo llegó disfrazado con volantes y escarpines, las ondas caídas tapaban la mitad de las caras y recuerdo que el bajista del grupo salió a actuar... ¡Con minifalda de ante marrón claro! Claro que eso está bien porque dedicar el tiempo que uno tiene en este mundo a hacer el ridículo siempre es loable. El New Romantic en realidad fue un movimiento positivo porque dio permiso a la ortodoxia pop / roquera para oír otras músicas y palabras como bossa nova, jazz, cabaret y opera no se caían de la boca de los modernos y modernetes. He de reconocer que me divertí mucho con Spandau Ballete porque estuve de traductora en una fiesta en su honor que tuvo lugar en el Golden Village. “Dile que se vaya”, me dijo el saxofonista cuando una mítica groupie pop le acosaba. "Es la chica más repugnante que he conocido”. Y yo: “Que dice que te vayas que eres la chica más repugnante que ha conocido”. También me pidió que le espantara a la crème de la crème de la sociedad gay de la época. “¿Qué hace este aquí? Dile que no soy gay”. Y yo: “Que dice que te diga que él no es gay”.
En cambio, fueron un tostón Classix Nouveaux, otro grupo new romantic que actuó en Rock-Ola aquel mismo año. Este concierto fue importante por varias cosas: fue cuando los primeros especímenes de peluconas cardadas hicieron su aparición y fue la primera vez que me salí de un concierto a los pocos compases de la primera canción. ¡Y eso que, como soy corta de vista, me había puesto en primera fila! ¡El primero de una larga serie! Fue genial, porque, sin decirnos nada, me encontré con que Nacho Canut también se había puesto pies en polvorosa. Esta costumbre de salirnos de los conciertos a la primera canción se convirtió en una especie de tradición. Empezaba a tocar el grupo, que fuese, sonaba horroroso, nos mirábamos y decíamos “¡Vámonos!” B-Movie, The Sound, Simple Minds, Teardrop Explodes, etc., etc., etc.¡Qué mala era la música de esa época! ¡Por salirme, me salí hasta del de Johnny Thunders! ¡Qué exagerada! Lo bueno fue que el aburrimiento pop / roquero me sirvió para descubrir el jazz así que, el mismo día que yo estaba viendo al Art Ensemble of Chicago con mi hermano Ramón, Manolo Campoamor y Fernando Cabello amigo nuestro que tocaba el saxo con Los Nikis y El Humano Mecano, en Rock-Ola descubrían a Danza Invisible. ¡Con qué saña critiqué a todos los que me dijeron lo buenos que eran!
La Luna de Madrid y La Edad de Oro representaban el lado más sofisticado y más culto. Cualquier tontaina se permitía en aquella época soltar rollos sobre Duchamp, la Bauhaus y las vanguardias históricas y yo me ponía histérica, pero estos otros eran cultos de verdad y se notaba. En música resbalaban un poco porque no puedes poner a la última petarda inglesa al mismo nivel de los creadores de verdad. Tenían mucho éxito y todo el mundo les criticaba por envidia. Yo siempre tuve sentimientos contradictorios. En los kioscos, veías pilas de La Luna de, lo menos, medio metro de alto ¡Y se vendían! ¡Eso lo puedo atestiguar! Yo colaboré un par de veces y estoy muy orgullosa pero no sé si di el nivel porque la revista era muy buena y muy nueva. Me trataban muy bien, la verdad sea dicha, y aún mantengo mi amistad con casi todos ellos, pero Kike Turmix tenía una sección y siempre tenía que hablar de mí... Me daba como premio en los concursos y cada mes anunciaba mi boda con algún famosillo de la época. Él se creía muy gracioso pero le salió el tiro por la culata porque los lectores, que no tenían porque leer necesariamente revistas de rock, no sabían quien era yo, y se creían que Patricia Godes era sólo un recurso literario de un articulista posmoderno poco gracioso...
Con Kike Turmix había llegado la conciencia rock and rollera a La Movida. Turmix llegó a Madrid en 1982 y es uno de mis personajes favoritos: alguien tan tragón, tan presumido y tan vitalista tenía que serlo necesariamente. Kike, además, tenía muy buen gusto en música y no era tan cerril como otros roqueros. Gracias a él, Malasaña es lo que es y, gracias a él, tengo un par de discos de Motown editados por la Emi española en los primeros 60. Y sabía mucho de vinos y de gastronomía y era muy rojo en la época de La Nueva Derecha. Esto fue un invento de la derecha de verdad que viendo que esta gente tan moderna y roquera sabía de arte, de vinos y de ópera, se quiso apuntar los méritos diciendo que había nacido una nueva derecha. Nada más lejos de la realidad, se trataba de todo lo contrario: todo el mundo es capaz de disfrutar con las cosas buenas y refinadas y aunque sea joven, bohemio y roquero, tengo derecho a disfrutar con cosas buenas y refinadas.
La conciencia roquera fue un poco el final de La Movida. Hacia 1985, el ambientillo musical madrileño empezaba a ser muy aburrido. Un sitio clave en esta última etapa fue El Templo del Gato Rock and Roll Bar, que se abrió en primavera. Grupos en directo, mesa de billar, póster de Nastassia Kinski buena música pero... ¡Sin sitio para sentarse! ¡Ni un mísero taburete! Fue el primero. Desde entonces, se supone que el rock and roll y el platón tienen que ir necesariamente unidos y resulta muy cansado.
Poco después, abrieron el Agapo, Santi Camuñas y tres hermanos Ruiz, Álvaro, Marisa y Quique, con Turmix de pinchadiscos. Marisa llamó a mi casa porque Malevaje iban a actuar allí. Contesté yo y se la pasé a mi hermano Ramón, guitarrista del grupo. Le dije “¡Simpatiquísima!”. Fueron los primeros empresarios musicales de nuestra edad y eso estaba muy bien. Tengamos en cuenta que en Rock-Ola, los camareros llevaban pajarita y traje negro y tenían ese aire entre servil y amenazante de los sitios caros y horteras del antiguo régimen y de las películas de Ozores. En el Agapo, la cabina del discjockey estaba en alto y, con lo gordo que era Kike, parecía que estuviese en un palomar. Desde arriba te llamaba y estiraba el brazo para enseñarte no se sabe qué maravilla discográfica que acababa de conseguir. A pesar de lo que cuenta la leyenda, algunos de los discos que ponía eran aburridísimos, pero él estaba tan entusiasmado que contagiaba a todo el mundo. El Agapo se llamaba así por su dueño anterior, cuando era un bar normal y diurno, un tal Agapito. Allí llegaron a ir Camarón de La Isla y Joe Strummer y vi actuar a Manu Chao media docena de veces con distintos grupetes rockandrolleros antes de convertirse en el guru del buen rollito que es ahora. “Vente a ver a los Carayos que te gustarán”, te decía alguien. Tu ibas y... ¡Otra vez el rocker francés ese bajito! ¿Es que no se cansa nunca?” Manu era tan, tan rocker que ha confesado que la primera vez que se bajó de sus emblemáticos tacones cubanos para ponerse las zapatillas que iban con su nueva personalidad, no sabía ni andar.
En 1986, la mayor parte de gente que conocía estaba tomando drogas, yo andaba sin trabajo y, como siempre me habían mimado tanto, no sabía ni cómo empezar a buscarlo, todos los discos que me compraba salían malísimos. Me teñí el pelo de rojo y me lo quemaron de mala manera. Dinarama estuvieron a punto de hacer su mejor disco y lo echaron a perder en el último momento por sus veleidades de fashion victims y se dejaron quitar el sitio por Mecano guapamente. Una pesadilla. Por suerte, conocí a otra gente, me fui a París, volví con una maleta llena de cassettes de chebs, empecé a estudiar francés y árabe, empecé a escribir en las revistas femeninas... ¡Por fin había pasado La Movida!
No todos pensaban como yo y hasta mediados los 90, se intentó revivir La Movida. Ahora han pasado veinte años y la sombra de La Movida aún planea sobre Madrid: “¡Es un sitio como de la Movida!”, te dicen. “Te gustarán, son como los Pegamoides”. “Igual que Rock-Ola”. “Es un sello como era Dro al principio”... En fin, que no se ha adelantado nada y yo no sé cuantas veces he contado a sus fans de provincias la historia de los Pegamoides que, aparte de todo, ellos se saben mejor que yo. La gente quiere saber qué pasó en Madrid entre 1980 y 1986. Pero... ¿Qué es lo que pasó? Que la gente tenía ganas de divertirse y dinero para hacerlo y que la industria editorial encontró un filón cacareando a los cuatro vientos lo genial que era emborracharse en los sitios roqueros en Madrid.
Escribí este texto para un libro de mi amiga Silvia Grijalba, no sé si hace 2 ó 3 años. Como me sigue pareciendo que está muy bien, lo cuelgo aquí para que se lea.
En 1979 yo tenía una chaqueta de cuero negra, unas botas de tacón alto de gamuza amarilla y mi expediente académico en la Autónoma de Madrid, recién aceptado el traslado. También tenía unos pantalones de raya diplomática, azul marino y blanco, que me habían costado 25 ridículas pesetas, pero que venían con unas horribles campanas que yo había estrechado hábilmente con la máquina de coser. Es decir, tenía el equipo completo.
También tenía una máquina de escribir y algunos contactos con la prensa roquera donde había publicado varios artículos sobre música disco, soul y R&B que fueron muy comentados y que me granjearon la enemistad de la Vieja Ola y la simpatía de la Nueva. Todos los domingos iba al Rastro tempranísimo a comprar discos antiguos y por la tarde a algún festival a ver grupos nuevos que eran malísimos, pero... ¡Tan simpáticos!
La Nueva Ola era la versión española de lo que estaba pasando en Londres, París, Nueva York y todas las grandes ciudades del mundo: la vuelta del rock and roll y el pop, el renacer del punk, la locura en la pista de baile y la música electrónica. En España coincidió con el tiempo cuando los niños del baby boom éramos ya jóvenes adultos y teníamos nuestra propia cultura, diferente de la de los mayores porque éramos la primera generación criada en frente de la televisión, con música pop y rock como banda sonora. Las modas y corrientes tenían ya derecho a surgir en nuestras calles independientemente de lo que mandasen Londres, París y Nueva York y, para bien o para mal, la Nueva Ola era madrileña hasta la médula. Los trasnochados progres carpetovetónicos acuciados por los vientos de cambio y las nuevas actitudes de los que éramos más jóvenes y estábamos más liberados, iniciaron su proceso de reciclarse en modernos y postmodernos. Cuando consiguieron concluirlo, había nacido La Movida.
El problema con los progres de 1979 era que, lo que en principio había sido una buena idea y una aportación necesaria (el existencialismo, la libertad sexual, el jazz, la nova cançó, el antifranquismo, los jerseys de cuello alto...) ahora se había convertido en un rígido código de comportamiento tan inamovible como el del más rancio colegio de curas a cuya sombra ellos se habían criado casi todos. En los años 70 estaba prohibido ser adolescente, bailar, ligar, ponerse guapos... En menos de diez años se había convertido en un movimiento contra natura. La Nueva Ola fue el revulsivo. Los medios de comunicación cacarearon gozosos. Lástima que, en todavía menos de diez años, La Movida se convirtió en un estereotipo todavía más rígido, hostil e intransigente.
La Movida había constituido el principio de la Cultura de la Juerga que hoy día padecemos. No es que ponerse guapos, trasnochar y emborracharse fuese algo nuevo, pero era la primera vez que estaba al alcance de todos y no sólo de los señoritos o los desheredados de la sociedad. Hacía falta una música que pusiese la banda sonora a lo que estaba pasando... ¿O quizá fue al revés? ¿Tan atractiva era la Nueva Ola que todo el mundo adoptó a esos grupos? Las mentes se quedaron en el mismo sitio donde estaban antes, pero ahora lo que las asfixiaba eran las hombreras y los cardados de pelucona que todo el mundo se empeñaba en llevar.
Por mis gustos musicales y vestimentarios, me vi pronto integrada en el clan de los ex Kaka de Luxe y sus amigos, el más interesante de los cuales resultó ser Manolo Campoamor, y por mis escritos –que no eran demasiado buenos, pero sí al menos novedosos- tuve el honor de contar con el apoyo y la amistad de personas como Jesús Ordovás, Diego Manrique, Rafael Abitbol y Carlos Tena, es decir, los que entonces más sabían de música en este país. Así pues, desde 1979 hasta 1986, tuve permanentemente una butaca de palco para observar, disfrutar, burlarme y criticar las idas y venidas de la gente de La Movida. Mi temperamento espectador, mi poco gusto por el protagonismo y mi individualismo feroz me permitieron librarme de hacer el ridículo con crestas, hopalandas y militancias ridículas, pero también me apartó del clan de los escogidos. De hecho, detrás del single de Gran Ganga de Almodóvar y McNamara, hay una foto de mucha gente hecha el día de su debut en el camerino de Rock-Ola, y justo a la izquierda de los que están retratados estábamos mi amiga Isabel Bólido y yo que, en cuanto vimos a alguien con una cámara, nos hicimos a un lado rápidamente para no pasar a la posteridad como rockolettes enloquecidas y sicofantes de los famosos. A ver ahora quién se lo va a creer si se lo cuento.
La Movida fue lo que fue porqué los medios de comunicación encontraron una verdadera ganga con gente ocurrente y estrafalaria que siempre les daba juego y daba bien en las fotos. Eran siempre los mismos, Alaska, Almodóvar, Almodóvar y Alaska. Luego había toda esa maraña de grupos que llamábamos babosos que han resultado, al final, los favoritos del público, los que han tenido carreras más largas y, paradójicamente, los que han sufrido más con las drogas y el vicio, pero entonces nadie les hacía caso. Pero alguien (Jesús Ordovás: ese es el culpable) empujó la bola de nieve que se puso a rodar y rodar hasta que se convirtió en el abominable monstruo que es hoy día. De hecho, la realidad no podía ser más triste: La vez que asistió más público a Rock-Ola serían mil y pico personas, Alaska y Los Pegamoides sólo tienen un disco, Almodóvar, en su cuarta película ya dejó de lado las historias de la Movida, La Luna de Madrid y Madrid Me Mata pagaban por las colaboraciones tan poco como la más roñosa de las revistas de rock, Carlos Tena y Paloma Chamorro vieron truncadas sus carreras por culpa de una solapada censura, los irritantes odiaban a los babosos, los posmodernos nunca iban a la Sala Imperio y la última vez que fui a Rock-Ola, en primavera del 84, los Virgins Prunes no pudieron actuar porque llovía y se había caído una viga y, además, Loquillo tropezó y me tiró encima la copa que me traía para explicarme lo que bebe James Bond.
Todo empezó en 1980, a principios de año, cuando una reportera de El País Dominical, se paseo por los locales de ensayo de Tablada 25 y publicó un reportaje sobre los nuevos grupos, con una foto estupenda de Los Pegamoides y Los Bólidos –que entonces se llamaban Los Rebeldes- en portada. El reportaje era bastante flojo y no reproducía el ambiente ni las ideas de la época, pero ya demostró lo que pasaba e iba a seguir pasando: de un nadir se iba a construir un castillo y todo el mundo tenía tantas ganas de que pasaran cosas que nadie decía que ninguno de aquellos grupos sabía tocar, que sus conciertos no eran nada divertidos y que todos parecían sufrir en el escenario.
Unos que tuvieron un debut sonado fueron Radio Futura. Como después nunca me han gustado, me resulta difícil recordar porque su presentación en el Ateneo de Madrid me pareció tan deslumbrante. Recuerdo luces bajas, los ritmos mecánicos y las canciones sobre Julio Verne. Los que les conocen por su segunda encarnación roquera, no darán crédito cuando les cuente que los punk les gritaban: “Tocad un poco de música gay”. Para mi gusto, nunca volvieron a ser lo mismo cuando Javier Furia y Herminio Molero dejaron el grupo. Ese mismo día, conocí a Carlos Berlanga que se me acercó cuando hablaba con Fernando Márquez, el Zurdo, y me preguntó: “¿Tu quién eres?”. De Carlos me hice muy amiga y una tarde estando en mi casa le pidió a mi hermano que le enseñara a tocar “Good Times” de Chic. Un par de días después me llamó y me dijo “¿Te acuerdas de los acordes que me enseñó Ramón? Pues he compuesto una canción, se llama “Bailando y le hemos metido un rap y todo”. El único problema es que Carlos lo confundió todo y “Bailando” se parece a “Cuba” de los Gibson Brothers y no a la canción de Chic. Volviendo al tema de los Radio Fíjate si me gustaron que, al salir, me llevé el póster que anunciaba la actuación: una manualidad a base de cartulinas de colores recortadas. Todavía lo tengo guardado... ¿Quién da más? Se admiten ofertas.
Los miembros de El Aviador Dro se dieron a conocer paseando por vestidos con sus monos de plástico negro y sus gafas de soldador, antes incluso de presentarse en directo. No me acuerdo quiénes íbamos, pero les estuvimos siguiendo por varias calles diciendo: “¡Mira, tú, unos Devos! ¿De dónde habrán salido? ¿Serán de verdad o es casualidad?” La importancia de la pose en el nuevo orden musical español quedó marcada para siempre jamás. En los 80, cualquier petarda de mala muerte montaba un grupo, grababa discos y salía por la televisión. Un buen cantante, un buen guitarrista, alguien más artista, lo tenía mucho más difícil, sino imposible. La ética de la chapuza y del “Si tienes la cara lo bastante dura, aquí tienes sitio” empezó entonces. Si los cables de la memoria no se me cruzan, creo recordar que, un par de años después, los Dro llegaron a repartir caramelitos y chucherías en el concierto de la Escuela de Caminos. Los Dro se convirtieron en el primer emporio discográfico independiente. Tras muchas vicisitudes les absorbió una gran corporación, pero cuando vas a la oficina de Dro East West o como quiera que se llame ahora, puedes cruzarte con uno o varios ex miembros del grupo que siguen trabajando allí. Desgraciadamente, los cerebros emigraron hace mucho tiempo ya.
Personalmente, fijo el comienzo de La Movida en Semana Santa del 80, cuando tocaron los Beat americanos en Madrid sin anuncio previo. Mi amiga Merche de Los Bólidos y yo nos dedicamos a dar vueltas hasta que pudimos enterarnos de dónde era. Fue la primera vez que entré en El Sol, que lo acababan de abrir y estaba todo limpio, con la moqueta impecable y el espejo mural donde ahora están los recortes de la fiesta del 25 aniversario. No sé quién nos dijo que fuéramos a la Plaza de Castilla a otro sitio nuevo donde tuvimos el placer de ver asimismo al grupo de Poch, mal llamado el Costello de los Pegamoides, que eran los Ejecutivos Agresivos, que no me gustaron mucho y no daba crédito de todos aquellos saltitos y todo aquel desenfreno cuando sonaban y tocaban tan requetemal... ¡Y eso que yo entonces aún me esforzaba porque me gustase todo! Recuerdo muy poco de los Beat, excepto que a Olvido no le gustaron y que José Manuel Costa me presentó a Paul Collins, pero el ambiente y el comportamiento del público esa noche, ya era otra cosa, más adulto, menos estudiantil, menos hippioso y más hortera. En aquella época, todo el mundo iba a todo, petardas, punks, mods, babosos y cualquier otra casta que se pudiera terciar. La actuación de Los Beat salió comentada en todas partes y fue el principio de lo que después sería el célebre petardeo de la Movida. No sé porque tengo un mal recuerdo, creo que es porque, aunque tuvo lugar mientras aún era de día, fue la primera vez que un evento musical tuvo lugar en un local nocturno. La equiparación de la música con la juerga fue lo que definitivamente me apartó de La Movida cuando llegaron los 80.
A la vuelta del verano del 80, una servidora sufre la gran decepción: lo que hasta entonces tenía una personalidad propia aunque fuese chapucera y algo remilgada, se había convertido en un patético remedo de la moda inglesa, mal aprendida y peor imitada, pero lo más grave es que, como todas las supersticiones, su origen estaba en la ignorancia y en el mito y, muy pronto, lo que en su origen era sólo una excusa para petardear y pasarlo bien se convertía en un credo religioso inamovible con su dogma, sus tabúes y sus castigos. Tengamos en cuenta que entonces aún no se aprendían los idiomas para hablarlos y eran muy pocos los que eran capaces de entender el inglés, además, la cultura española, recién salida del oscurantismo franquista, todavía era cerril y nada cosmopolita así que las noticias de Londres llegaban rodeadas del aura de lo mágico, lo incomprensible y lo impenetrable. La fe en lo sobrenatural, además, ayuda mucho a vivir la vida y creer en los ídolos del rock, vestir los hábitos de sus sectas y condenar a los que no comparte, tu devoción resulta tan cómodo, divertido y reconfortante como ponerle una vela a Santa Rita de Cassia, patrona de los imposibles, o quemar herejes en la glorieta de Ruiz Jiménez.
En no sé que concierto de la Sala Carolina, había un grupo de gente esperando entrar, todos vestidos de Two Tone con corbatitas op-art y chapitas de Police, los Pegamoides se fueron a Londres a ver a los Ramones y adoptaron escrupulosamente la moda siniestra, empezaron a configurarse las Tribus Urbanas, jaleadas con entusiasmo por la prensa, y un punk amigo nuestro le echó en cara a Nacho Canut que siguiese con los frívolos y juguetones Pegamoides, él, que era bajista de un grupo tan irreprochable como Parálisis Permanente (en el concierto de Radio Futura en el Parque de Berlín, otoño del 80 ¡Qué bien viene tener buena memoria!). Cada cual se buscó su nicho y se dedicó a nutrir su odio hacia los de los demás. Yo no entraba en el de nadie y cada vez le tomaba más tirria a todo el mundo. Nada que ver con los primeros tiempos, cuando Fernando Márquez, que a pesar de ser líder de un grupo punk, alababa a Mia Martini y Dario Baldan Bembo. A partir de entonces todo fueron lugares comunes, repetición de estereotipos e imitación de comportamientos. Las modas y corrientes volvían a depender de lo que mandaban Londres, París y Nueva York pero, para bien o para mal, La Movida seguía siendo carpetovetónica muy a pesar suyo. Recuerdo que Alaska me dijo una vez, no sé si en privado o en una entrevista, que ella era punk porque el punk significaba “Piensa por ti mismo”... ¡Qué sensatez!... ¡Y qué equivocada estaba! Para la nueva hornada de 1980 punk significaba: “Ponte a imitar al cretino como Sid Vicious a ver si consigues acabar tan mal como él”. Una cosa que pudo haber estado muy bien acabó convertida en una mierdecilla. Curiosamente, cuando más aumentaba el nivel de memez, más fascinación demostraban los medios y a estas alturas, la bola de nieve era imparable.
El New Romantic llegó poco después. Y todo el mundo se recicló. La estupidez se enseñoreó de la escena.
Un artículo de Costa en El País dio a conocer el nuevo culto a la juventud española que se volcó de lleno en la nueva moda. El concierto de Spandau Ballete en verano del 81 fue una verdadera escandalera, todo el mundo llegó disfrazado con volantes y escarpines, las ondas caídas tapaban la mitad de las caras y recuerdo que el bajista del grupo salió a actuar... ¡Con minifalda de ante marrón claro! Claro que eso está bien porque dedicar el tiempo que uno tiene en este mundo a hacer el ridículo siempre es loable. El New Romantic en realidad fue un movimiento positivo porque dio permiso a la ortodoxia pop / roquera para oír otras músicas y palabras como bossa nova, jazz, cabaret y opera no se caían de la boca de los modernos y modernetes. He de reconocer que me divertí mucho con Spandau Ballete porque estuve de traductora en una fiesta en su honor que tuvo lugar en el Golden Village. “Dile que se vaya”, me dijo el saxofonista cuando una mítica groupie pop le acosaba. "Es la chica más repugnante que he conocido”. Y yo: “Que dice que te vayas que eres la chica más repugnante que ha conocido”. También me pidió que le espantara a la crème de la crème de la sociedad gay de la época. “¿Qué hace este aquí? Dile que no soy gay”. Y yo: “Que dice que te diga que él no es gay”.
En cambio, fueron un tostón Classix Nouveaux, otro grupo new romantic que actuó en Rock-Ola aquel mismo año. Este concierto fue importante por varias cosas: fue cuando los primeros especímenes de peluconas cardadas hicieron su aparición y fue la primera vez que me salí de un concierto a los pocos compases de la primera canción. ¡Y eso que, como soy corta de vista, me había puesto en primera fila! ¡El primero de una larga serie! Fue genial, porque, sin decirnos nada, me encontré con que Nacho Canut también se había puesto pies en polvorosa. Esta costumbre de salirnos de los conciertos a la primera canción se convirtió en una especie de tradición. Empezaba a tocar el grupo, que fuese, sonaba horroroso, nos mirábamos y decíamos “¡Vámonos!” B-Movie, The Sound, Simple Minds, Teardrop Explodes, etc., etc., etc.¡Qué mala era la música de esa época! ¡Por salirme, me salí hasta del de Johnny Thunders! ¡Qué exagerada! Lo bueno fue que el aburrimiento pop / roquero me sirvió para descubrir el jazz así que, el mismo día que yo estaba viendo al Art Ensemble of Chicago con mi hermano Ramón, Manolo Campoamor y Fernando Cabello amigo nuestro que tocaba el saxo con Los Nikis y El Humano Mecano, en Rock-Ola descubrían a Danza Invisible. ¡Con qué saña critiqué a todos los que me dijeron lo buenos que eran!
La Luna de Madrid y La Edad de Oro representaban el lado más sofisticado y más culto. Cualquier tontaina se permitía en aquella época soltar rollos sobre Duchamp, la Bauhaus y las vanguardias históricas y yo me ponía histérica, pero estos otros eran cultos de verdad y se notaba. En música resbalaban un poco porque no puedes poner a la última petarda inglesa al mismo nivel de los creadores de verdad. Tenían mucho éxito y todo el mundo les criticaba por envidia. Yo siempre tuve sentimientos contradictorios. En los kioscos, veías pilas de La Luna de, lo menos, medio metro de alto ¡Y se vendían! ¡Eso lo puedo atestiguar! Yo colaboré un par de veces y estoy muy orgullosa pero no sé si di el nivel porque la revista era muy buena y muy nueva. Me trataban muy bien, la verdad sea dicha, y aún mantengo mi amistad con casi todos ellos, pero Kike Turmix tenía una sección y siempre tenía que hablar de mí... Me daba como premio en los concursos y cada mes anunciaba mi boda con algún famosillo de la época. Él se creía muy gracioso pero le salió el tiro por la culata porque los lectores, que no tenían porque leer necesariamente revistas de rock, no sabían quien era yo, y se creían que Patricia Godes era sólo un recurso literario de un articulista posmoderno poco gracioso...
Con Kike Turmix había llegado la conciencia rock and rollera a La Movida. Turmix llegó a Madrid en 1982 y es uno de mis personajes favoritos: alguien tan tragón, tan presumido y tan vitalista tenía que serlo necesariamente. Kike, además, tenía muy buen gusto en música y no era tan cerril como otros roqueros. Gracias a él, Malasaña es lo que es y, gracias a él, tengo un par de discos de Motown editados por la Emi española en los primeros 60. Y sabía mucho de vinos y de gastronomía y era muy rojo en la época de La Nueva Derecha. Esto fue un invento de la derecha de verdad que viendo que esta gente tan moderna y roquera sabía de arte, de vinos y de ópera, se quiso apuntar los méritos diciendo que había nacido una nueva derecha. Nada más lejos de la realidad, se trataba de todo lo contrario: todo el mundo es capaz de disfrutar con las cosas buenas y refinadas y aunque sea joven, bohemio y roquero, tengo derecho a disfrutar con cosas buenas y refinadas.
La conciencia roquera fue un poco el final de La Movida. Hacia 1985, el ambientillo musical madrileño empezaba a ser muy aburrido. Un sitio clave en esta última etapa fue El Templo del Gato Rock and Roll Bar, que se abrió en primavera. Grupos en directo, mesa de billar, póster de Nastassia Kinski buena música pero... ¡Sin sitio para sentarse! ¡Ni un mísero taburete! Fue el primero. Desde entonces, se supone que el rock and roll y el platón tienen que ir necesariamente unidos y resulta muy cansado.
Poco después, abrieron el Agapo, Santi Camuñas y tres hermanos Ruiz, Álvaro, Marisa y Quique, con Turmix de pinchadiscos. Marisa llamó a mi casa porque Malevaje iban a actuar allí. Contesté yo y se la pasé a mi hermano Ramón, guitarrista del grupo. Le dije “¡Simpatiquísima!”. Fueron los primeros empresarios musicales de nuestra edad y eso estaba muy bien. Tengamos en cuenta que en Rock-Ola, los camareros llevaban pajarita y traje negro y tenían ese aire entre servil y amenazante de los sitios caros y horteras del antiguo régimen y de las películas de Ozores. En el Agapo, la cabina del discjockey estaba en alto y, con lo gordo que era Kike, parecía que estuviese en un palomar. Desde arriba te llamaba y estiraba el brazo para enseñarte no se sabe qué maravilla discográfica que acababa de conseguir. A pesar de lo que cuenta la leyenda, algunos de los discos que ponía eran aburridísimos, pero él estaba tan entusiasmado que contagiaba a todo el mundo. El Agapo se llamaba así por su dueño anterior, cuando era un bar normal y diurno, un tal Agapito. Allí llegaron a ir Camarón de La Isla y Joe Strummer y vi actuar a Manu Chao media docena de veces con distintos grupetes rockandrolleros antes de convertirse en el guru del buen rollito que es ahora. “Vente a ver a los Carayos que te gustarán”, te decía alguien. Tu ibas y... ¡Otra vez el rocker francés ese bajito! ¿Es que no se cansa nunca?” Manu era tan, tan rocker que ha confesado que la primera vez que se bajó de sus emblemáticos tacones cubanos para ponerse las zapatillas que iban con su nueva personalidad, no sabía ni andar.
En 1986, la mayor parte de gente que conocía estaba tomando drogas, yo andaba sin trabajo y, como siempre me habían mimado tanto, no sabía ni cómo empezar a buscarlo, todos los discos que me compraba salían malísimos. Me teñí el pelo de rojo y me lo quemaron de mala manera. Dinarama estuvieron a punto de hacer su mejor disco y lo echaron a perder en el último momento por sus veleidades de fashion victims y se dejaron quitar el sitio por Mecano guapamente. Una pesadilla. Por suerte, conocí a otra gente, me fui a París, volví con una maleta llena de cassettes de chebs, empecé a estudiar francés y árabe, empecé a escribir en las revistas femeninas... ¡Por fin había pasado La Movida!
No todos pensaban como yo y hasta mediados los 90, se intentó revivir La Movida. Ahora han pasado veinte años y la sombra de La Movida aún planea sobre Madrid: “¡Es un sitio como de la Movida!”, te dicen. “Te gustarán, son como los Pegamoides”. “Igual que Rock-Ola”. “Es un sello como era Dro al principio”... En fin, que no se ha adelantado nada y yo no sé cuantas veces he contado a sus fans de provincias la historia de los Pegamoides que, aparte de todo, ellos se saben mejor que yo. La gente quiere saber qué pasó en Madrid entre 1980 y 1986. Pero... ¿Qué es lo que pasó? Que la gente tenía ganas de divertirse y dinero para hacerlo y que la industria editorial encontró un filón cacareando a los cuatro vientos lo genial que era emborracharse en los sitios roqueros en Madrid.